El viaje termina. Da el verano sus
últimos coletazos, vestido ya de otoño. La multitud araña el pavimento de la
estación con su prisa indisimulada. Avisos de vías y andenes adornan la megafonía y hacen
parpadear pantallas y miradas de viajeros prendidos al reloj.
Una maleta, con ruedas, claro, corre a la búsqueda de su dueño que la ha
repudiado momentáneamente mientras intercambia unas monedas al kiosquero que le
ofrece la prensa del día. Huele a inquietud, a tiempo detenido que espera la
salida, a perfumes agitados por la prisa, a trenes a punto de emprender su
camino.
Hemos llegado con tiempo suficiente
para dar una vuelta por la sala Club. Allí el silencio prima sobre la vorágine
exterior solo interrumpido por el ligero bisbiseo de la máquina de café. En las
pantallas lucha una programación deportiva de televisión frente a los avisos de salidas y llegadas.
Todo ha ido bien. La amiga Miastenia no
ha hecho sino disfrutar también de la escapada sin apenas dejarse ver salvo
algún episodio de diplopia a la que el cuerpo parece acostumbrarse. Suena la alarma
y la pastilla de Mestinón, quizá celosa, solicita su momento de gloria. Quedan
ya veinte minutos escasos para la salida.
Ana, sentada en sentido contrario a
las pantallas, me pregunta si ya han
colocado nuestro tren. Miro distraído hacia la pantalla de la izquierda. En efecto,
junto al tipo de tren y la hora de salida, aparece, parpadeante, un número que
indica la vía. Es el cuatro.
Giro la cabeza y me dispongo a
comunicar el dato. –Si, ya está. Es la vía cuat…r…
Y ahí, el mundo comenzó a
desmoronarse a mi alrededor. Pude notar que los músculos de mi garganta, de mi
paladar, de la cavidad bucal en general, se recolocaban en un movimiento
maldito impidiéndome terminar aquel número. –Cuat…r…. o, cua…t…rr…o.
¡Imposible!
Mi boca seguía su danza infernal y yo
intentaba sobreponerme. ¡Había sucedido! La infame Miastenia esperó a que la calma
despejara cualquier duda y se lanzó al ataque. Comprendí que empezaba una nueva
etapa, una carrera en la que uno de los dos ganaría el trofeo. Dudé seriamente
si sería yo.
Oía palabras de ánimo a mi alrededor,
pero las lágrimas me impedían escuchar. No era un ahogo físico sino emocional.
La vía cuatro no era solo el entramado de raíles –ancho europeo, please- que
nos llevarían de vuelta a casa; también era la senda por la que habrían de
discurrir los días siguientes.
Mi mente hizo un recorrido rápido por
toda la lingüística aprendida en muchos años y las hojas del diccionario
aparecieron frente a mis pupilas con nitidez indescriptible. Me esforzaba en
pronunciar palabras que tuvieran erres, eles, sílabas compuestas, torcidas,
entremezcladas o mediopensionistas, pero era inútil. Los músculos de mi
garganta no respondían a mis propios estímulos. El sonido llegaba hasta ella,
el aire se disponía a atravesarla, pero en el último tramo el soplo se
desvanecía haciendo que, a trompicones, la palabra saliera disfrazada, gangosa,
nasal, perdida e ininteligible.
-¡Disartria!, me dije. Sí, repasé
mentalmente el catálogo de complementos que acompañan a la Miastenia y recordé
que así se llama ese bonito efecto con que ella, siempre pensando en ti, te
obsequia cuando así lo desea.
No recuerdo cómo pasamos el control.
Ni siquiera sé si respondía al amable saludo de la azafata del AVE que nos
recibió en la puerta del vagón. Quizá las maletas se colocaron solas en su
lugar. No tengo conciencia de haberlo hecho. Mi mente solo repasaba palabras
que mi garganta no sabía pronunciar. Una y otra vez mientras el paisaje corría
a trescientos kilómetros a la hora frente a la ventanilla.
El tren, ajeno a mis padecimientos,
seguía impertérrito deglutiendo árboles, puentes y nubes asustadas. La mano de
Ana me apretaba la mía susurrando ánimos que no lograban hacerme volver. Pasaron
unos minutos, escasos pero interminables, y la musculatura pareció serenarse.
Intenté, de nuevo, repetir el número de aquella vía por la que abandonamos la
estación: -Vía cuatttrro. ¡Casi
perfecto!, me consolé.
Una parada. De nuevo el camino. Una
bandeja con el menú. ¿Podré masticar? ¿Pasarán los alimentos el filtro
miasténico de mi garganta?
No hubo más problemas. Llegamos.
Intenté olvidar en un infantil acto de avestruz asustada pero algo, dentro,
debajo de una capa de animosa realidad, me decía que todo había cambiado. Que
nada sería igual. La Miastenia me había hecho otro regalo y, probablemente, sería
difícil deshacerse de él.
Ya en el andén miré al tren,
apaciguado ya de su velocidad, y repetí para mis adentros…¡vía cuatro! Ahora,
mira tú por dónde, me salió bien. Un juego más de la Miastenia y su espíritu burlón.
Mientras caminaba supe que aquello no
quedaría así…