El
cuarto verano de convivencia con el monstruo se presenta tranquilo. Parece que
la criatura duerme mecida en sus anticetilcolinas y no da señales de vida salvo
en contadas ocasiones. Un ojo que parece caer, una visión cansada prediplopíca
cuando el día cae -el verbo caer
acompaña a esta aventura en cualquier
persona, tiempo y modo de su conjugación-, un cansancio a la vuelta de la
esquina… pero todos avisos leves, como si el monstruo, la Miastenia Gravis, quisiera recordarte que solo le ha dado una
vuelta más a la cadena pero que no eres libre ni lo serás por los siglos de los
siglos. Es como el “malamen” del chiste
de aquel chaval que tenía miedo de la oscuridad por si se le aparecía el “malamen”
(Una broma lingüística con el “mas libranos
del mal, amén” con que su madre terminaba las oraciones de antes de ir a
dormir).
Vives,
sueñas, crees, imaginas… pero todo bajo su estricta vigilancia. Tiemblas por la
posibilidad de que una infección cualquiera, una pequeña intervención
quirúrgica, un tratamiento que para los
demás es inocuo, te haga rememorar los más negros días en que conociste a la
criatura. Te cuidas pero nunca parece ser suficiente.
Miras
los folletos turísticos con lujuria queriendo ser el viajero intrépido que has sido
en los últimos años pero sabes que habrás de reservar siempre una “habitación
triple” para que el monstruo te acompañe sin saber en qué momento te agarrará
con su zarpa y te destrozará las
vacaciones o la propia vida.
Los
consejos médicos, los de los amigos y familiares son claros: huye aunque la MG
te acompañe. Ve, anda, salta, recorre, vislumbra, siente… cualquier escenario
que te apetezca y procura que el bicho tenga siempre su ración de viandas aderezadas
con cuarto y mitad de Mestinón y esas otras sustancias que sabes que lo “encantan” como a los viejos dragones adormecidos en las gélidas mazmorras
de los cuentos.
Lo
intento. A veces hasta hago la reserva. Pero
en el último momento me asalta la duda. Un zarpazo miasténico con la maleta a cuestas no me
parece el mejor de los horizontes. Dudo y doy un paso atrás para prometerme
metas solo cercanas, peninsulares como mucho.
El
monstruo sabe de mis inquietudes. Lo presiento. Quizá espera a que olvide su
presencia y me lance al mundo para acariciarme, pérfido y ladino, con su ptosis
traicionera o un toque de falta de aire en los pulmones.
Mientras,
el cuarto verano sigue su marcha canicular y ardiente dando precisamente cuerda
a las malas intenciones de la MG. Pronto llegará el invierno… y mi venganza.