martes, 8 de febrero de 2011

Miasténico desayuno...




Recuerdo los viejos tiempos en que un buen desayuno consistía en la rebanada de pan integral con su reguerillo de aceite de oliva virgen extra mojada con su leche desnatada y cereales solubles aderezados con un toque de miel. Al lado, el zumo de naranja dispuesto a refrescar vitaminadamente el comienzo del día y, cerca, quizá una loncha de pavo sin grasa. Tal vez también una fruta troceada y algo de queso fresco...Todo light. Todo sano.

Pero un día apareció para quedarse nuestra amiga Miastenia. Y, tal y como es ella, decidió acompañarnos en el familiar acto mañanero del desayuno.
Antes nos había visitado otra vecina, la hipertensión, así que la mesa empezó a quedarse pequeña y la alegre camaradería que abría nuestros ojos a la nueva jornada empezó a tomar derroteros muy diferentes.
Si en un principio los alimentos eran los protagonistas del momento, ahora sus invitadas las medicinas han tomado al asalto la situación.

Un sorbito de leche no va acompañado, como suele ser habitual por el  saludable mordisco integral. No. Entre ambas propuestas has de hacer un hueco a la Piridostigmina. La llamo así para enfadarle ya que le encanta más su apelativo dicharachero, es decir Mestinón. Es curioso que, como el mar y la mar, la misma sustancia, el mismo concepto, se nos cuele como masculino y como femenino.  Cuando ya se encamina hacia tus tractos digestivos, su amiga la Prednisona te hace un guiño desde el platillo donde la has colocado con sus adláteres. Y tú la miras con ojos cariñosos y te la lanzas hacia la epiglotis haciendo un lance que ni los mejores del arte de Cúchares.
El pavo se siente celoso, o quizá menospreciado, si añades al coctel una pizca de Indapamida por aquello de la presión sanguínea y otro sorbo de naranja te ayuda a empujarle hacia “tus adentros” –Aquí ya la faena va tornándose en bolero o en copla-.

Claro que hemos olvidado mencionar que todos estos suplementos con que enriqueces ¿o cueces? tu alegre desayuno necesitan llevar un perro guardián que les impida disgregarte las paredes del estómago así que antes siquiera de paladear el Eko lacteado has de añadir a tu dieta la capsulita rojiblanca del Omeprazol.

Miras al platillo y está ya huérfano de grageas, pastillas y otras sustancias dopantes. Aun renquea el pan y un culín de zumo te llama ansioso desde el vaso.
Entonces te preguntas si has desayunado para sentirte bien y con fuerzas el resto del día o simplemente has tenido que comer y beber para que la pléyade de medicinas puedan pasar sin esfuerzo la frontera esofágica.

Duda existencial para la que tardarás en tener respuesta…

Pasan las horas y llega el momento “almuerzo”. Claro que, esa es otra historia…

domingo, 6 de febrero de 2011

Cuestión de porcentajes.



En esta lánguida espera, prácticamente asintomática, con repuntes vespertinos y guiños diplópicos aislados, la vida transcurre con esa placidez tensa que no te deja descansar como deberías, ni tampoco desesperarte con el abismo a punto de atraerte a sus entrañas.
Lees, y lees y vuelves a leer –como los peces del villancico- las mil y una historias de tus camaradas de penas en los blogs, grupos, facebooks y demás compendios de dolor, resignación, esperanza y búsqueda de apoyos y soporte y encuentras una mágica palabra: porcentaje.

Tu grado, que dicen que es el primero, el leve, el que apenas se traduce en el guiño ocular y la diplopía evanescente, tiene una ciertas probabilidad de permanecer así por los siglos de los siglos. Y te dices…. ¿me tocará? ¿Conseguiré quedarme en esta fase? En no más allá del veinte por ciento de los casos permanece la pérfida miastenia agazapada solo en las proximidades oculares. Queda un amplio ochenta de sufrimiento, timectomías,  desplomes, disartrias y otras afecciones de catálogo feroz que te acechan mes a mes hasta llegar a los mágicos tres o cuatro años en los que, dicen, la malvada amiga que te acompañará siempre, puede enquistarse y no avanzar.
¿Qué porcentaje será el tuyo? Como dicen las famosas leyes de Murphy, todo aquello que es susceptible de empeorar, lo hará. Así que decides que hay que echarle narices a la situación y no dejar que la lágrima te impida ver el horizonte. Lo intentas, quiero decir. Conseguirlo es otra cosa.
Una tarde crees que el cansancio es especialmente duro… y dices ¡ya! Una mañana te parece que el ojo empieza a descender demasiado. ¡Ya, de nuevo!  ¿Me cuesta trabajo respirar cuando el esfuerzo es mayor? ¡Llegó el momento! Acaso te atragantas cuando llevas tres cuartos de hora explicando las Unidades de capacidad y peso a los chavales… ¿será la miastenia?

Y así, minuto a minuto, día a día, observas que no puedes deshacerte de ella, ni siquiera dejar de tenerla presente. Si aparece, mal. Si no, también. Es como aquella situación ya muy lejana en el tiempo en que tu hija lloraba mucho por la noche. No dormías, claro. Pero si un día, por una u otra causa dejaba de hacerlo… corrías a la cuna para ver si aun respiraba… y seguías sin dormir.
Llegas por tanto a la conclusión de que habrás de convivir con ese parásito indeseable para el  que no hay plaguicida ni remedio alguno. Y los porcentajes se te hacen solo cifras que no te afectan mas que cuando llega el momento de la verdad. Si te toca, te toca. Da igual si cogiste la vez en el dispensador de números y la suerte te dio el veinte o el ochenta. La espera es igual, dura, inmisericorde, quizá absurda y patética, pero sobre todo descorazonadora.

Alrededor, la vida sigue. Nadie piensa en algo tan abstruso como los porcentajes de una rara enfermedad que a pocos suena…
Quizá tú tampoco. O eso quieres creer.