En esta lánguida espera, prácticamente asintomática, con repuntes vespertinos y guiños diplópicos aislados, la vida transcurre con esa placidez tensa que no te deja descansar como deberías, ni tampoco desesperarte con el abismo a punto de atraerte a sus entrañas.
Lees, y lees y vuelves a leer –como los peces del villancico- las mil y una historias de tus camaradas de penas en los blogs, grupos, facebooks y demás compendios de dolor, resignación, esperanza y búsqueda de apoyos y soporte y encuentras una mágica palabra: porcentaje.
Tu grado, que dicen que es el primero, el leve, el que apenas se traduce en el guiño ocular y la diplopía evanescente, tiene una ciertas probabilidad de permanecer así por los siglos de los siglos. Y te dices…. ¿me tocará? ¿Conseguiré quedarme en esta fase? En no más allá del veinte por ciento de los casos permanece la pérfida miastenia agazapada solo en las proximidades oculares. Queda un amplio ochenta de sufrimiento, timectomías, desplomes, disartrias y otras afecciones de catálogo feroz que te acechan mes a mes hasta llegar a los mágicos tres o cuatro años en los que, dicen, la malvada amiga que te acompañará siempre, puede enquistarse y no avanzar.
¿Qué porcentaje será el tuyo? Como dicen las famosas leyes de Murphy, todo aquello que es susceptible de empeorar, lo hará. Así que decides que hay que echarle narices a la situación y no dejar que la lágrima te impida ver el horizonte. Lo intentas, quiero decir. Conseguirlo es otra cosa.
Una tarde crees que el cansancio es especialmente duro… y dices ¡ya! Una mañana te parece que el ojo empieza a descender demasiado. ¡Ya, de nuevo! ¿Me cuesta trabajo respirar cuando el esfuerzo es mayor? ¡Llegó el momento! Acaso te atragantas cuando llevas tres cuartos de hora explicando las Unidades de capacidad y peso a los chavales… ¿será la miastenia?
Y así, minuto a minuto, día a día, observas que no puedes deshacerte de ella, ni siquiera dejar de tenerla presente. Si aparece, mal. Si no, también. Es como aquella situación ya muy lejana en el tiempo en que tu hija lloraba mucho por la noche. No dormías, claro. Pero si un día, por una u otra causa dejaba de hacerlo… corrías a la cuna para ver si aun respiraba… y seguías sin dormir.
Llegas por tanto a la conclusión de que habrás de convivir con ese parásito indeseable para el que no hay plaguicida ni remedio alguno. Y los porcentajes se te hacen solo cifras que no te afectan mas que cuando llega el momento de la verdad. Si te toca, te toca. Da igual si cogiste la vez en el dispensador de números y la suerte te dio el veinte o el ochenta. La espera es igual, dura, inmisericorde, quizá absurda y patética, pero sobre todo descorazonadora.
Alrededor, la vida sigue. Nadie piensa en algo tan abstruso como los porcentajes de una rara enfermedad que a pocos suena…
Quizá tú tampoco. O eso quieres creer.
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