Hay dolencias que tratan de dominar tu cuerpo, de transgredir
esa íntima frontera que separa la vida del adiós, que te hacen sucumbir y
olvidar.
Hay otras, por el contrario, que se permiten retozar con tus
ganas de amanecer al alba cada día y juegan con los deseos, anhelos, sospechas
y certezas que mueven tus motores.
Una de ellas, de apellido circunspecto y ladrador empaque, la
Miastenia Gravis, sobrepasa todas las líneas, rojas o multicolores, para
establecerse en lo más íntimo de tu sistema nervioso y otros de similar ralea
con su pérfida ubicuidad.
Repaso una y otra vez los sibilinos síntomas con que me
obsequia y me asalta una duda, dulce a veces, sañuda otras, que me hace
trasvasar el mero concepto de enfermedad hasta los perdidos confines de la
cándida insensatez.
Un día, sin venir a cuento, como ese regalo que alguien te
ofrece sin necesidad de agradar al calendario, la MG –abreviatura para los
amigos- te guiña un ojo dejando al párpado mecerse en un plácido sopor al que
solo un estado de ensoñación podría compararse. Es como si miraras a esa
persona por la que el tiempo es capaz de pararse, como si te inundara una ola
de serena dulzura ante la mera visión de su rostro, el contoneo de sus pasos o
el sutil aroma de su piel lavada.
Seguro que tú, amigo lector, has vivido esa sensación. Quizá
acompañada de un ligero hervor hormonal en la lejana adolescencia, quizá como
guarnición de una pasión madura. Cierra los ojos y déjate llevar hacia atrás,
aunque solo sean unos segundos, y revive en tu cuerpo ese miasténico flash que
te hará comprendernos. El argot médico llama a esta respuesta corporal ptosis,
pero tú y yo sabemos que es algo más que el fallo comunicativo de un nervio
ansioso.
Los músculos pueden entregarse, cuando menos lo esperas, o cuando
más lo deseas, a una orgiástica demostración de poder, de poder distenderse en
una laxa explosión de placidez. Quizá no te permitan levantarte, o hacer
cualquier otro gesto cotidiano, pero tú sabes que tu fuerza está ahí,
travestida en un disoluto y turbador hormigueo que se parece demasiado al
placer contenido. Una vez más, la Miastenia te acerca a un mundo de cálida
ternura que bien podría confundirse con las muestras más rudimentarias del
amor.
Ya lo decían los clásicos, los místicos de ese siglo de Oro
que una vez iluminó el imperio. No vivo en mí, clamó Teresa de Jesús,
trasladando a lo divino el gozo de saberse tocada por la gracia. Nunca sabremos
el porqué de la flecha que la MG nos disparó. Acaso los hados del destino
decidieron que éramos los elegidos. Cuando la duda nos asalte, un grito
sazonado con dos partes de agradecimiento y trescientas de perplejidad sería
una buena salida. Gritar al universo para que cualquier cuerpo astral, incluido
cualquier vecino o camarada, sepa de este sinvivir que nos acecha.
¿Gritar? La Miastenia tiene soluciones para todo. ¿Nos
permite el arrobo emitir pensamientos centrados, palabras sensatas, locuciones
inteligibles? Generalmente no. Ante esa situación de ebullición, de vernos cara
a cara con la amada, nuestra garganta tiembla y solo vomita expresiones a veces
sin sentido o que pocos entenderían.
Hemos llegado a la disartria. Otro presente miasténico que se
preocupa de hacernos hablar con cierta dificultad, de arrastrar las palabras,
de barnizar nuestro discurso con un toque gangoso y perdido tan propio del amor
adolescente; ese que nos hacía palidecer al hilo de la primera hormona
galopante.
La garganta se transforma en una cueva informe que necesita
una palabra mágica (en forma de gragea) para funcionar, como aquel antro de Alí
Babá que pobló nuestra infancia.
Los ojos, la mirada, la voz, el cuerpo entero titilan
emocionados cuando la Miastenia llama a su puerta. Algo fluye –o deja de fluir-
si pasamos a formar parte de la esforzada legión de los miasténicos. Sí, es
emoción lo que hace que nuestro sistema respiratorio se descuadre, que nuestros
pulmones no sepan bien cómo se recibe el aire y se transmite después.
En un paréntesis de este estresante panorama al que nos
enfrentamos podemos pararnos y pensar. Hay muchas definiciones médicas para
estas enfermedades, raras por más señas; hay datos, estudios e investigaciones
sobre la Miastenia Gravis pero, en realidad, se nos ha escapado el más importante:
Nos produce los mismos síntomas que un ataque agudo de enamoramiento. Hace unos días, el agudo diagnóstico de Pepe
Vica en estas mismas páginas denominaba a la Miastenia Gravis como “la
enfermedad de la crisis”. Me permito corregir al maestro con toda la humildad
que la euforia miasténica me permite y afirmo que esa amiga que nos acompaña,
esa rara afección que nos recluta para sus huestes, la Miastenia Gravis, es “LA
ENFERMEDAD DEL AMOR”.
Ahora que estamos empezando 2013, Año internacional de las enfermedades
raras, sería un buen momento para reivindicar esa otra faceta desconocida de
nuestra compañera. En el fondo nos ama. No va a haber más remedio que quererla
también y amarla hasta que el adiós definitivo nos separe. Esta es una de las
pocas enfermedades que empiezan por un posesivo. Dicen que el amor no debe
serlo, pero…