El año pasado titulé esta crónica “Somos tres millones”. Hoy hemos
crecido. Las enfermedades de baja prevalencia siguen sumando “adeptos” como si
de un grupo de presión se tratara. Ojalá lo fuéramos. ¿Tres millones? Hay
países en el mundo con mucha menor población. Tres millones de personas que nos
repartimos las cerca de novecientas enfermedades raras o poco frecuentes.
En Andalucía rondamos el medio millón. Más o menos la población de
Luxemburgo. Un día nos asaltó un síntoma que descolocó al médico que teníamos
delante, aunque ese no es mi caso afortunadamente. Muchos compañeros de esa
carrera de obstáculos que es acceder a un diagnóstico preciso y acertado para
una dolencia de las “raras”, han merodeado por consultas, laboratorios de
análisis, hospitales y clínicas del más variado pelaje para, a veces, tardar
más de cinco años en saber realmente qué les sucedía.
Y ¿qué sucede dentro del alma, del cuerpo, de la mente de alguien que
recibe esa noticia un día cualquiera envuelto en la rutina cotidiana?
La primera reacción difiere de la habitual. El nombre que ves escrito
en ese papel que el doctor te ofrece no te suena. Luego te lo lee. Y el sonido
sigue sin decirte nada. Muy probablemente jamás habías sospechado
que tu sistema nervioso, el circulatorio, tu piel o cualquiera de los
millones de recovecos de tu cuerpo
podrían jugar a ese juego de nombre tan rebuscado. Muchos comienzan con la
palabra “Síndrome”, que ya de por sí aparece cargada de connotaciones negativas
cuando la escuchas por primera vez. En otros casos, como el mío, tu dolencia
tiene un apellido escandalosamente llamativo: “Gravis”. ¿Puede dejarte indiferente algo que tiene
añadido el adjetivo “grave”?
En realidad es como si te hubieran dado un nuevo carné. Pasas a ser
miembro de un club bastante selecto. La selección, al fin y al cabo, no es más
que poseer algo que pocos tienen. Pero no todo va a ser ventajas. El
conocimiento médico, y casi también el popular en ciertos casos, tienen
perfectamente definido el tratamiento para la mayoría de dolencias que nos
pueden asaltar a cualquier hora. El problema es cuando tu enfermedad solo
figura en los listados de afecciones
pero no tiene adscrita la mágica poción que te hará resolver el problema. A
veces sí existe un tratamiento pero viene arrastrado de calendario en
calendario y no garantiza los buenos resultados que esperas. Otras veces solo
se trata de alivios sintomáticos que te permiten avanzar a cámara lenta sin
demasiado ímpetu. Un día descubres que
las farmacéuticas, las empresas, no las probas ciudadanas a cargo de una
oficina de farmacia, tienen cierta prevención a invertir sus “dineros” en
nuevas medicinas que serían de uso muy limitado y que, por tanto, darían
exiguos beneficios. Y se te hiela la sonrisa cuando lees que ese tipo de
medicinas se llaman “huérfanas”. Quizá por el parvo abanico de usuarios que las
disfrutarían. Toda una declaración de intenciones.
El adjetivo raro empieza a pulular por tus neuronas hasta que se
introduce en lo más profundo de tu conciencia. Llega el momento en el que
dudas, sospechas, crees que algo especial tiene que haber sucedido en tu
cuerpo, así que tienes un cuerpo raro, un sistema nerviosos raro, un aparato
circulatorio raro, una piel rara, una mirada rara…. Vamos, que eres “raro” de
narices, como tu dolencia.
Ahí puede ser que te subleves y aspires a la vieja normalidad en la
que te creías sumergido y protegido a la vez. Quizá alguna lágrima caiga sobre
el diagnóstico, sobre la última receta, sobre la mano de tu pareja, de tus
hijos, que se acercaron a darte el pequeño empujón que te haga volver.
Pero un día, sin especial significado, sin aparato eléctrico ni
truenos, sin brillo en el horizonte, un día normal, decides que no, que no eres
raro; que la rara es la denominación que alguien puso a ese pequeña – o
gran- disfunción que corre por tus
huesos, arterias, papilas o nervios.
Y con ese ingenuo cambio de punto de vista, quizá todo cambia. Tú
puedes desembarazarte de ese raro caparazón que tiende a encerrarte. Puedes
levantar la voz y ser uno más. Puedes tener ESPERANZA.
Ese es el lema que este año preside las idas y venidas del Día Mundial
de las Enfermedades raras que hoy celebramos. Esperanza en que alguien dé con
un tratamiento que termine con las rarezas, esperanza de ver salir el sol sin
filtros ni lágrimas que lo distorsionen, esperanza de tener eso que los demás
tienen a tu alrededor y que no apreciarán hasta que lo pierdan el día menos
pensado: una calidad de vida razonablemente sencilla. Una vida razonablemente normal.
A esa percepción, clara, vistosa, luminosa de tu nueva vida, de tu
nueva esperanza, no solo pueden ayudarte los tuyos, los que lloraron alguna vez
fuera de tu alcance, los que te dieron la mano, el hombro, el corazón y su
propio aliento para que todo naciera de nuevo. No. Hay otros cauces que te
llevan gozoso por la ribera que bordea la esperanza: Son tus camaradas de
síndrome, los “gravis” como tú. Los que alguna vez también se sintieron raros
sin serlo. Son los que decidieron
asociarse los unos con los otros, como si de un mandato bíblico se tratara, son
el movimiento asociacionista.
Un día levantas el teléfono y una voz como la tuya, quizá castigada
por una disartria, te dice que la vida es bella pero no te suena a tópico ni a
retahíla de autoayuda. Otro día te
reúnes con otros “normales” con dolencias raras y te afianzas en tu
normalidad. Son tu otra familia, tus
amigos, esos con los que lo raro se difumina hasta parecer solo el soplo que
hace volar una brizna de polvo en la chaqueta.
Existen, quizá, tantas asociaciones como enfermedades raras. Y más
deberían existir ya que “raro” es el día en que no se registra el nacimiento de
una nueva enfermedad poco frecuente.
En multitud de Encuentros, Congresos o Jornadas he conocido a
representantes de muchas más, Lupus, Porfiria, Síndrome de Williams, etc. No
podría nombrarlas a todas pero cada una de ellas, cada uno de esos grupos que
luchan por que su enfermedad sea conocida, reconocida, estudiada, investigada,
tratada y, quién sabe, superada y vencida, merecen el aplauso de la sociedad
que, en ocasiones, vive de espaldas a estas realidades que parecen no
afectarle. Las cosas no dejan de existir solo por dejar de mirarlas. Las
enfermedades de baja prevalencia pueden esperar tras cualquier pequeño síntoma
que un día nos descubramos al alba. Cualquiera puede pertenecer a su club y,
por tanto, debería estar preparado. Habría que ir guardando porciones de
esperanza, como si de un Plan de Pensiones se tratara, por si las necesitamos
más adelante.
Yo ya las he necesitado. Creo que puedo enarbolar la bandera verde la
esperanza, como muchos camaradas hacen día tras día. Quizá no sea casualidad
que el día nacional de las enfermedades raras se celebre el 28 de febrero. Hoy
las banderas blancas y verdes ondean por toda nuestra tierra andaluza. Permitidme
que, además del alma de nuestro ideal patrio, vea en ellas también la esperanza
de un futuro mejor.
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