lunes, 10 de marzo de 2014

LAS GAFAS DE CAREY (Cuento que ha obtenido el PRIMER PREMIO NACIONAL DEL CERTAMEN DE NARRATIVA SOBRE MIASTENIA GRAVIS.


Mi cuento LAS GAFAS DE CAREY ha obtenido el PRIMER PREMIO NACIONAL 2014 de narrativa sobre la MIASTENIA GRAVIS. (Asociación de Miastenia de España).
Espero que os guste.



Rosa se apoyó en el mostrador de su vieja farmacia como siempre hacía cuando un cliente se marchaba. A pesar de estar rodeada de medicinas, como ella misma se repetía a menudo, las vértebras de su espalda no estaban enteradas de semejante amenaza. A veces, cuando era un mozalbete ruborizado quien acababa de marcharse con la cajita de preservativos en el bolsillo o quizá una muchacha cargada de recetas, ella, Rosa, los miraba con cierta envidia, como si se reconociese en aquella nueva generación tan distinta, por otra parte, de la que vivió allá por el siglo pasado, según se encargaba de comentar no sin cierta ironía cuando se reunía con alguna de sus amigas en la rebotica.

Aquella tarde Rosa notaba especialmente una punzada a la altura de las dorsales. No había hecho ningún esfuerzo pero el mal tiempo solía jugarle aquellas malas pasadas. Iba a sentarse en una butaca de tela abollonada que la había acompañado en sus sucesivas farmacias cuando la campanilla de la puerta sonó de nuevo.

-Buenas tardes, señora. Rosa se volvió hacia el mostrador. No conocía a aquel hombre. Nunca había entrado antes en la farmacia.

-Buenas tardes. Parece que el tiempo está un poco revuelto ¿no cree?, se aventuró a decirle sin dejar de mirarle a la cara. Rosa pensaba que es en los ojos donde está el alma. Son los ojos la puerta de nuestros pensamientos, solía decir siempre que la ocasión lo propiciaba. No obstante, aquel señor –ya tenía edad suficiente para llamarlo así- llevaba puestas unas gafas de sol. Rosa las observó con curiosidad. Eran de un modelo muy antiguo aunque sus amigas hubieran dicho que eran clásicas. La montura era de carey, estaba claro, y el cristal tenía un reflejo verdoso que a Rosa le recordó los paisajes brumosos de su juventud junto al mar. Quizá su amiga Maruja, muy moderna ella, hubiera aplicado a aquellas gafas esa palabra que siempre le costaba mucho recordar. Ah, sí, “vintage”, se dijo mientras se oyó a ella misma preguntar:

-Usted dirá, caballero. ¿En qué puedo servirle?

-Si fuera usted tan amable, traigo estas recetas, le dijo, abriendo una carpeta pequeña, de cartón azul de gomillas.

Rosa las cogió despreocupadamente y se dirigió a la estantería donde, de forma primorosa, tenía organizado todo el material. No quería que aquel hombre lo notara pero no dejó de mirarle mientras buscaba los medicamentos repitiéndose mentalmente los nombres… Mestinón, un inmunosupresor, omeprazol, un corticoide…

-No es usted de por aquí ¿verdad?, le dijo al cliente cuando volvió con las manos llenas de cajas y comenzaba a cortar los códigos para pegarlos en cada receta.

-Acabo de llegar. Tengo una casita que siempre fue de mi familia aunque hace mucho tiempo que está vacía. El hombre, al decir esto, se giró y señaló a través del cristal del escaparate, que ya empezaba a tener dibujadas las primeras gotas de lluvia, hacia una de las calles perpendiculares a la plazoleta donde estaba la farmacia.

-Rosa sonrió complacida. No era un cliente de paso, de los que a ella nunca le habían gustado. Los clientes, decía, son como tu familia. Los conoces, sabes sus dolencias, distinguen cómo están con solo cruzar el umbral de la farmacia…

-Son siete euros y cuarenta y seis céntimos, señor.

La antigua caja registradora emitió un pitido cuando Rosa la cerró tras haber colocado las monedas en sus respectivos compartimientos, pero la vieja farmacéutica no le prestó atención. Sus ojos seguían a aquel hombre por la calle Tránsito camino de su casa.

Los muelles de la butaca floreada también emitieron un sonido peculiar cuando Rosa se sentó. Sin saber el porqué, aquella visita había conectado algunas neuronas que ella pensaba ya retiradas de la circulación. Entornó los ojos y dejó que el sonido de la lluvia la envolviera. La luz estaba gris, como invitando a recogerse al calor del hogar. Y, no le cabía duda, aquel establecimiento era su hogar como antes lo habían sido otros.

Rosa revivió su primera farmacia, allá en el pueblo de sus padres, sus primeros contactos con aquellas medicinas ya desaparecidas en la actualidad; Su establecimiento de la capital, en la Avenida Principal, donde se daban cita las ·”autoridades” como ella denominaba a cualquier que llevara uniforme o trabajara en el Ayuntamiento. Luego, -una lágrima furtiva la delató- llegó la Farmacia/Ortopedia que inauguró con su flamante esposo. ¿Por qué te fuiste, Manuel?, murmuró ensimismada.

Su mente pasó rápida, como de puntillas, por encima de aquel mal recuerdo. Ya estaba allí, en aquel pueblo recio, de la Castilla profunda y perdida. No habría podido explicar cómo acabó en aquel lugar pero tampoco a nadie le importaba, se dijo.

El aguacero fue aumentando en intensidad. Las gotas golpeaban el escaparate y la alfombrilla de la puerta empezó a empaparse con el agua que se filtraba por debajo. Rosa miro el reloj. El tiempo había pasado muy rápido envuelto en sus recuerdos. Se levantó y colocó el cartel de “CERRADO” mientras giraba la llave y miraba hacia la plaza. Mañana será otro día, pensó.

Los días pasaron con su rueda cotidiana, los jarabes para los niños refriados, los tratamientos de Don Remigio, las curas para los pequeños accidentes caseros, las mil y una recetas que extendía Doña Carmen, la doctora de cabecera. Rosa, por encima de la rutina diaria, miraba hacia la puerta cada vez que sonaba la campanilla. Aunque ni ella misma podía comprenderlo, esperaba ver a aquel hombre de las gafas de carey. Aquellos cristales verdes en los que creía verse reflejada cuando aún era una mozuela con toda la vida por delante.

-Buenos días, doña Rosa. La anciana se volvió y dejó de ordenar el estante de los antigripales. No podía creerlo pero era él.

-Buenos días. Ya pensé que no iba a volverle a ver. Este es un pueblo pequeño y…

-Desgraciadamente, -el hombre hizo una pausa- me verá usted bastante a menudo. Yo…

Rosa observó que le costaba hablar. Era como si arrastrara algunas sílabas.

-Tranquilícese, los farmacéuticos también somos como médicos, o como sacerdotes, o como psicólogos. Puede usted confiar en mí, don… Rosa hizo una pausa intencionada para que el visitante le dijera su nombre.

-Me llamo RRR… El hombre se esforzó en continuar, pero no pudo. Hizo un gesto a Rosa con la mano, como diciéndole que esperara un momento y se frotó el entrecejo metiendo los dedos entre el puente de las gafas de carey. Rosa observó fugazmente sus ojos y encontró algo extraño que, en un primer momento, no pudo distinguir con claridad.

-Ramón. Me llamo Ramón Álvarez, para servirla, señora.

Rosa respiró aliviada. Le despachó las recetas. Mestinón, el corticoide, el inmuno…

-Vuelva cuando quiera. No hace falta que venga a comprar. Ya ve usted que esta farmacia es muy tranquila, al igual que el pueblo. Charlaremos si le parece bien. Puede consultarme algún problema que tenga, en fin, quiero que se sienta como en casa.

-Es usted muy amable, doña RRR…. El hombre volvió a atrancarse y, cuando pudo continuar, su voz estaba confusa, más nasal.

-No se esfuerce, hombre. Se lo digo de verdad. Si quiere, pásese esta tarde y tomamos un café. Todavía recuerdo una vieja receta de bizcocho que me enseñó mi madre, aunque solo lo disfrutan mis amigas de vez en cuando. Ya se las presentaré un día. ¿Se anima?

Ramón la miró a través de su filtro verde de montura de carey. Rosa no lo sabía pero él la veía con un halo alrededor, como si su figura estuviera desdibujada, doble. Dudó un instante pero se decidió.

-Vendré.

Rosa sintió un escalofrío recorriendo su columna vertebral. Hasta sus dorsales parecieron fortalecerse mientras aquel hombre, Ramón –ya tenía nombre- se alejaba de nuevo hacia su casa.

-Debí suponerlo, dijo Rosa mientras repasaba un ajado libraco –así lo llamaba Maruja bromeando- para recordar a qué dolencia correspondían los síntomas que había observado en Ramón. ¡Es Miastenia Gravis! se dijo. Es una enfermedad rara, pero aun recuerdo que Manuel me habló en ocasiones de ella. ¡Ay, Manuel, qué sola me dejaste!, susurró en un hilo de voz mientras devolvía el libro a la estantería y se dirigía, diligente y emocionada, hacia la cocina para preparar el bizcocho.

La tarde llegó enseguida. Ninguna de sus amigas pudo venir o, al menos, eso es lo que le dijo a Ramón cuando llegó con exacta puntualidad. En realidad no llamó a nadie. ¿Maruja en mitad de su reunión? ¡Ni hablar!

Ramón llegó, como siempre, con sus gafas de carey. Rosa se acercó a saludarle y volvió a mirarse en aquellos cristales oscuros, verdes como el musgo de las cortezas de los árboles. Le gustó su imagen tanto como el hecho de que él estuviera allí.

La rebotica olía a café. Era un aroma espeso, cálido, que se unía al dulce efluvio del pastel recién horneado.

La butaca de tela abollonada estaba apartada en un rincón. Rosa había colocado junto a la mesa redonda, dos sillas adornadas con unos cojines que ella misma bordó en los interminables ratos libres que las tardes le dejaban.

Ramón se sentó frente a ella, de espaldas a la puerta. Se le notaba nervioso. Rosa hubiera querido disfrutar de sus ojos, entrar por ellos a sus más íntimos pensamientos, pero solo se veía a ella misma en aquel marco de carey.

-Puedes quitarte las gafas, Ramón. Sé que quizá tendrás el párpado caído y que me verás con cierta dificultad. ¿Es así? No seas tonto, hombre. Aunque me veas como una venerable anciana, soy farmacéutica y aun sé distinguir los síntomas que veo a mi alrededor. ¿Miastenia?

Ramón no contestó. Levantó la mano derecha y, despacio, se quitó las gafas. Rosa las vio acercarse a la mesa pero ya no se interesó por ellas. Ahora estaba mucho más dispuesta a adentrarse en la mente de su nuevo amigo.

Ramón tenía, en efecto, una ligera ptosis en el ojo derecho, pero Rosa no se fijó demasiado en ella. Sus ojos se cruzaron con los de él, negros y penetrantes, e instantáneamente supo que podía confiar en aquel cliente, en aquel vecino inesperado que apareció en su farmacia una tarde de lluvia.

- Creo que te toca la pastilla de Mestinón ¿no?

Muchas tardes repitieron aquella liturgia. En ocasiones el bizcocho se transmutaba en rosquillas, otras en galletas caseras con frutas glaseadas. Y siempre, por encima de todo, la conversación, el recuerdo, la mirada al pasado y al futuro. Todo un mundo que Rosa supo descubrir en el universo verde de unas gafas de carey.

PEDRO ANTONIO LÓPEZ YERA. 2014

3 comentarios:

  1. Querido Pedro,
    Felicidades por este cuento!
    ..... la bolsita de las recetas.....!!!!!!! que cotidiano, y que tranquilidad cuando en la farmacia saben lo que es la miastenia.
    Recuerdo que las primeras veces que fui a comprar Mestinon (que en muchas farmacias me lo tenían que encargar) entré en una farmacia de Terrassa y.... la farmaceutica había tenido miastenia!!!! Fue la primera persona con la que pude compartir mis vivencias!!!!!

    Un abrazo

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  2. Es un escrito muy original
    A mi me encantó el primer dia que lo leí
    Un abrazo querido amigo
    Loli Lancharro

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  3. graciela cabral de Ruhl-Sunchales-Santa Fe-Argentinamartes, 11 de marzo de 2014, 16:17:00 GMT-7

    me gustò Pedro a medida que leìa recordaba los primeros sintomas que fui descubriendo en mi hijo, y no entendìa que pasaba en su rostro, en su sonrisa, pensè cualquier cosa hasta encontrarme con esta realidad Miastenia

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