viernes, 8 de febrero de 2013

Y "Fer" conoció a Mestinón.

Dice un viejo adagio que es en los momentos de dificultad cuando realmente se toma conciencia de quién a tu alrededor puede ostentar el título de amigo. No es este el caso ya que la persona en cuestión lleva mucho tiempo, miríadas quizá, alimentando con su estima, apoyo y presencia –virtual casi siempre- la llama de una fraterna realidad compartida. Desde que mi ¿buena amiga? Miastenia decidió mudarse a mis adentros, Fer, -es de él de quien hablo-, mi entrañable compañero de aquel tiempo en que la mañana se despertaba de color caqui subida a un –“no digas tanque, di carro”- armatoste del mismo color que rugía defendiendo a la Patria mientras esparcía aromas de gasoil mal quemado, me “amenazaba de vez en cuando con una posible visita atravesando –otro símil patriotero- la piel de toro desde el señorial Aragón hasta la jornalera Andalucía. En realidad él nunca pronunció esa amenaza pero, entre líneas, yo leía su propósito quizá antes de que siquiera lo hubiera materializado en su agenda interior. Mis debates miasténicos, atrapados en la vorágine de la desesperanza, salpican a mi entorno, lo sé. Hay momentos en que al doliente le parece que su pena, su incredulidad ante la llegada de la enfermedad, su dolor, sobrepasan todo lo humanamente conocido y se dedica a llorar por las esquinas haciendo que sus lágrimas empapen almas, manos y hombros que se aprestan a amparar tu pesadumbre. Y, en ese estado, tiendes a ignorar los problemas ajenos, las aflicciones circundantes, la amargura que vive más allá de tu propio desconsuelo. Quizá por eso sea necesario entonar un “mea culpa” y agradecer los esfuerzos de la propia familia, el soporte amorosamente desinteresado de una esposa de inmensa capacidad humana sin cuyo apoyo nada sería igual; el firme bastión de una hija enérgica y brava que te marca el camino con esa fuerza que da la juventud y que tú creías dormida en la cuneta del tiempo; el continuo roce de resolutivo coraje de los amigos y compañeros… Sin todo ese ensamblaje quizá esa malandrina Miastenia habría dado al traste con el trasiego de los calendarios. Y aquí volvemos a esa realista suposición de que Fer, mon ami, quería conocerme de nuevo, como si una rediviva jura de bandera lo atrajera al abismo. La Miastenia se revolvía, inquieta, y yo con ella. ¿La disartria me permitiría hablar medianamente bien? ¿Lo vería acercarse o tendría que luchar con diplópicas visiones a su llegada? Mestinón y Corticoide, otros de mis seguidores preferidos, se aprestaron a echarme el cable que necesitaba. Sí. Fer conocería a Mestinón, ese salvador de causas miasténicas perdidas que forma parte inseparable de mis días a golpe de alarma y despertador. Su voz me sobresaltó hace unos días. –Oye, voy a ir a verte. Y algo dentro de mí me impidió contestar: -Lo sabía. Te estaba esperando. Más bien acerté a balbucear disartricamente algo parecido a –Estupendo. ¿Cuándo llegas? Y Fer apareció de nuevo. Llegó con los esperados minutos de retraso –Renfe les pide perdón por las molestias- y descendió del vagón con ese porte suyo de general austrohúngaro de la primera guerra mundial. Tabardo negro impermeable, bolsa-mochila de igual tonalidad cargada en el hombro derecho, calzado de batalla híbrido entre zapato y deportivo, manos curtidas en el recio arte de la mecanografía contable, sonrisa disimulada entre la barba canosa, mirada cansada pero anhelante, porte erguido, luchando con el peso de la carga y paso decidido. Apenas unos segundos bastaron para que alcanzara mi posición y, entre ambos, dejáramos el tiempo escapar entre el poco espacio que quedó entre nosotros mientras un abrazo de reencuentro fundía las manecillas de reloj y las hacía retroceder hasta, prácticamente, reiniciar el sistema de nuevo. Tanto fue así que la sensación de volver a encontrarse devino en un “dejá vu” como si realmente nos hubiéramos visto el día anterior. Miastenia calló avergonzada para no entrometerse en aquel instante con reminiscencias de imagen sepia restaurada con el photoshop de la camaradería nunca olvidada. Y la ciudad, patria de olivos, santos rostros y aceituneros altivos, nos acogió con su manto cálido de febrero. El lago de Bulevar, el Abuelo en su Camarín, las galerías altas de la Catedral, las típicas delicatesen de El Pósito, las callejas con olor a tasca, las plazuelas recoletas, la sombra acaramelada del Castillo y la sempiterna Cruz que preside el cerro de Santa Catalina acompañaron horas y horas de confidencias rescatadas del tiempo, ilusiones dormidas, noticias familiares, remembranzas y recuerdos del futuro. Sí. Fer conoció a Mestinón y a sus compañeros pero la pérfida Miastenia se mantuvo casi oculta permitiéndome ver, decir, sentir que, por unos días, todo estaba bien. Ahora me ataca el miedo. ¿Cuándo volverá a despertar? Fer montó de nuevo en su tren camino del norte mientras aquí, en el Sur, con mayúscula, la vida continúa. Suena la alarma. Pasaron cuatro horas. Mestinón me llama.