viernes, 3 de febrero de 2012

La Pandilla crece.



Todavía deben de quedar en algunos cajones del recuerdo ciertos cromos de la otrora famosa PANDILLA BASURA (Los llamados “Basuritas” en Sudamérica). Aquellos repulsivos seres que se daban a las más vomitivas y retorcidas aventuras y que gozaron de gran popularidad en los años ochenta del siglo pasado. (Parece que hace milenios ya).

Pues, ¡ay!, mi particular “pandilla basura” cuyos miembros más conocidos eran DIPLOPIA y PTOSIS, se han hecho con una nueva amiga –de nombre tan sugerente como los anteriores- que responde al cariñoso apodo de PARESTESIA.

No. No son las tres Gracias, ¡qué va! Son, más bien, los tres jinetes del Apocalipsis. ¿Qué estos eran cuatro? Pues miedo me da cuál será esa nueva amiga que pueden estar esperando para presentarme.

Quizá la más fiel de todas ellas sea mi querida Ptosis. Ella me acompaña intermitentemente, como un leal animal de compañía. A veces me da un respiro pero dura poco. Lucho por despegármela de mis bien surtidos lomos pero ni una buena ingesta de sus enemigos los corticoides me hace añorarla mucho tiempo.

Cuando solo es ella quien me acompaña la vida toma un color diferente. ¡El de las gafas de sol! Los amaneceres son de color café manchado, mientras que, en el ocaso, la gama cromática de los castaños se va oscureciendo paulatinamente hasta dotar de un brillo caoba al adiós del día que marcha emocionado a besar a su Luna –que lo aguarda vestida de encajes ocre- en la mejilla.

¿Qué posibilidades existen  de que un ciudadano de a pie, anodinamente transparente, aparezca en la portada de un diario? Escasas. Es posible, incluso, que antes de que tan hecho acontezca, la suerte te sonría con un pico en los “euromillones”.

Mas, ¡he aquí el tinglado de la antigua farsa!  Llegó el día en que los hados decidieron empujarte unas milésimas hacia la inmortalidad plasmando tu imagen en la portada del periódico. Y…¿quién se enteró antes? ¿Quién lo sabe? Cierto. La amiga Ptosis. Ella, siempre atenta para procurarme instantes de placer, ya había hecho acto de presencia mucho antes que los periodistas. ¿Resultado? El pobre ciudadano insignificante apareció reproducido a todo color con un irrefrenable aire a lo “Niña de la Puebla”, docta “cantatriz” de las esencias patrias cuyo seña de identidad eran aquellas archiconocidas gafas de negro carey que nuestras abuelas identificarían entre un millón de antiparras, incluso con los ojos cerrados. ¡Eso es mérito, dios mío!

Digas lo que digas te vas acostumbrando. Y sales a la calle mientras caen chuzos de punta y la cortina de agua impide ver al común de los mortales, pero tú caminas ufano con tus sunglasses aunque tengas que palpar las esquinas con los guantes y avanzar con paso corto por si el operario municipal de turno se dejó abierta la tapa de los registros en mitad de la acera.

Pero… ¡Ay cuando la ptosis llama a su amiga diplopia! Ambas hacen un equipo de infernalidad manifiesta. (El corrector ortográfico me quiere sustituir infernalidad por informalidad; pues, oye, que también serviría. Informal, desde luego, es esta pareja de toca…eso, sí)

Ya me he deleitado en otros momentos de este blog recreando las peculiares ventajas de la visión doble, así que solo sugiero al desinformado lector que, si no es capaz de imaginar las desventuras que ello produce, se imagine la vida cotidiana viendo exactamente igual que el beodo que acaba de ingerir sustanciosos hectolitros de alcohol de garrafa caducada.

Todo pasa a tener, no ya un color especial, que para eso están las gafas de la ptosis, sino el alegre vaivén del tiovivo, la sorprendente visión de los caleidoscopios pero sin cristalitos de colores, al natural, sin condón  ni anestesia.

Estas amigas lo son tanto que pueden acompañarte por separado y no se sienten celosas la una de la otra. Por el contrario, se complementan, se envían mensajes de cariño y se citan en lugares insospechados que a ti te sorprenden y te alteran si medida cuando se presentan. Pero ellas a lo suyo. Para esos son fieles, leales, incondicionales y devotas de todos y cada uno de tus pasos.

Estos últimos días, rendido por el acoso de este par, la ciencia médica ha tenido a bien concederme un descanso por si fuera posible despistarlas haciendo como que no pasa nada. No sales. No entras. No corriges. No te llenas la mano de tiza. No enumeras las reglas de ortografía delante de tus chavales. Ni siquiera puedes leer mucho tiempo ni ver la tele si no es con un parche al más puro estilo Barbarroja o, en plan glamour, modelo Princesa de Éboli.

Pasa un día. Otro más. Abres los ojos por la mañana y parece que todo se mejora. ¿Se habrán marchado de vacaciones hasta que vuelva a trabajar?

Te atreves con ese libro que tenías olvidado. En un esfuerzo total que te extenúa te enfrentas con el teclado y generas actividades, deberes, propuestas que enviar a tus alumnos.

Y entonces, aunque en el fondo lo esperabas, te sorprende la visita de otra amiga. La Parestesia. Esta parece tener un nombre menos agresivo. Quizá sea así. Pero es sibilina y esotérica. Da la sensación de que no está, que solo fue un soplo fruto del ventanal entreabierto. Pero no. Llega a instalarse junto a las otras okupas de tus días.

Esos que has dedicado a eso tan moderno de trabajar en casa.

Notas un día, entre operación combinada de fracciones y adverbios de modo que las letras comienzan a transformarse en hadas. Les aparece un difuso fulgor alrededor y, sin que nadie las empuje a ello,  diríase que danzan suave y lánguidamente ante tu sorprendida mirada.

(Ptosis y Diplopia te observan en silencio agazapadas, pero esbozan una sonrisa cómplice)

Al rato deciden acercarse y te presentan a su amiga. Aquí Parestesia, aquí el paciente. Siendo tan rico el idioma castellano debería constar entre sus vocabularios otra palabra más intensa que definiera el estado en que te encuentras.  En un viejo concurso de la tele existía la figura del “sufridor”. Pues ese título es que te mereces por acoger en tu seno a semejantes parásitas.

Resultase, te dice el neurólogo, que la Parestesia hace que ciertos músculos se adormecen y por tanto sus antónimos –esto es deformación profesional- hacen la labor que ellos tendrían que proveer pero en sentido contrario. Bueno, esto es una aproximación totalmente torticera del original, pero es lo que te ha parecido entender con la maltrecha neurona que has decidido que te acompañara a la consulta.

Total, que si no querías caldo, dos tazas. ¿Dos? La vajilla completa de Her Majesty the Queen Elisabeth, Victoria o las dos a la vez.

Ahora disfrutas también de un trastorno de la fijación ocular según puedes leer en el informe. Aunque leer quizá no sea la palabra adecuada. Mejor descifrar, o suponer. Las letras, hijas de su madre, han decidido alterar las distancias que las separan y parecen estar dispuestas a entrelazarse en erótica contienda. Antes que sucumbir al voyerismo decides apartar el sobre y meditar. Menos mal que eso se puede hacer con los ojos cerrados.

En un atisbo de realismo mágico pretendes acotar tu situación y el resultado es desalentador. Un ojo –o su párpado- cercano a la muela del juicio. Otro sumido en la lucha parestésica y ambos, apuntados a las clases de esos monjes giróvagos que giran y giran buscando el mareo supremo. El panorama es desolador si no fuera por su parecido a las verbenas populares donde la noria, el sapito, el vino dulce con su galletita, el perrito caliente o el medio pollo asado con pimientos se mezclan con la música ensordecedora de la tómbola o de la chocolatería ambulante de los Hermanos Pernia. (Esta existe de verdad, no es una licencia literaria. Doy fe).

Pues sí. La vida es una feria cuando te acompaña esta pandilla. Todo te da vueltas y ya no sabes si esperar a que el horizonte se tranquilice y se tumbe para poder orientarte o dedicarte a la bebida para así aumentar el efecto y mandar a las tres amiguitas a hacer guarradas junto a la jaula de las fieras del circo que nunca falta en nuestras fiestas populares. Más que nada por si el tigre de Bengala saca su garra y las devora. Claro que no le espera nada al pobre si se las queda. Mejor que no, que estos tigres son una especie en extinción. Solo faltaba que me condenen por atacar a una especie protegida…

Y aquí sigo, aunque voy a tener que ir dejándolo. Parece que las teclas del ordenador han decidido, también ellas, montar su orgía particular.

Y para fiestas estoy yo…