martes, 15 de enero de 2013

MIASTENIA: La enfermedad del AMOR.



Hay dolencias que tratan de dominar tu cuerpo, de transgredir esa íntima frontera que separa la vida del adiós, que te hacen sucumbir y olvidar.
Hay otras, por el contrario, que se permiten retozar con tus ganas de amanecer al alba cada día y juegan con los deseos, anhelos, sospechas y certezas que mueven tus motores.
Una de ellas, de apellido circunspecto y ladrador empaque, la Miastenia Gravis, sobrepasa todas las líneas, rojas o multicolores, para establecerse en lo más íntimo de tu sistema nervioso y otros de similar ralea con su pérfida ubicuidad.
Repaso una y otra vez los sibilinos síntomas con que me obsequia y me asalta una duda, dulce a veces, sañuda otras, que me hace trasvasar el mero concepto de enfermedad hasta los perdidos confines de la cándida insensatez.
Un día, sin venir a cuento, como ese regalo que alguien te ofrece sin necesidad de agradar al calendario, la MG –abreviatura para los amigos- te guiña un ojo dejando al párpado mecerse en un plácido sopor al que solo un estado de ensoñación podría compararse. Es como si miraras a esa persona por la que el tiempo es capaz de pararse, como si te inundara una ola de serena dulzura ante la mera visión de su rostro, el contoneo de sus pasos o el sutil aroma de su piel lavada.
Seguro que tú, amigo lector, has vivido esa sensación. Quizá acompañada de un ligero hervor hormonal en la lejana adolescencia, quizá como guarnición de una pasión madura. Cierra los ojos y déjate llevar hacia atrás, aunque solo sean unos segundos, y revive en tu cuerpo ese miasténico flash que te hará comprendernos. El argot médico llama a esta respuesta corporal ptosis, pero tú y yo sabemos que es algo más que el fallo comunicativo de un nervio ansioso.
 Esa ligera descompensación nervioso-muscular, por llamarla de un modo campechano, acarrea también otro síntoma que mucho tiene que ver con un vehemente arrebato pasional. Cuando miras a la persona amada y te ciega, casi te embriaga, su fulgor -definición cursi pero certera- es posible que tus sentidos te engañen y no sepas distinguir la realidad de tu propio sueño; esa es la diplopia miasténica. Tu mirada te devuelve el mundo repetido, doble, como tratando de observar hasta el más nimio de los detalles. Una forma de acapararlo todo elevándolo al cuadrado; una visión bífida en la más dulce de sus acepciones. Una manera de ser y sentir más lo que tienes y disfrutas.
 Ya estás entregado al frenesí. Tu cuerpo, desorientado quizá, emite señales de socorro. El amor desasosiega y esa desazón insatisfecha, previa al deseo inminente, hace que la MG te produzca nuevas sensaciones que perturban tu antaño apacible discurrir.
Los músculos pueden entregarse, cuando menos lo esperas, o cuando más lo deseas, a una orgiástica demostración de poder, de poder distenderse en una laxa explosión de placidez. Quizá no te permitan levantarte, o hacer cualquier otro gesto cotidiano, pero tú sabes que tu fuerza está ahí, travestida en un disoluto y turbador hormigueo que se parece demasiado al placer contenido. Una vez más, la Miastenia te acerca a un mundo de cálida ternura que bien podría confundirse con las muestras más rudimentarias del amor.
Ya lo decían los clásicos, los místicos de ese siglo de Oro que una vez iluminó el imperio. No vivo en mí, clamó Teresa de Jesús, trasladando a lo divino el gozo de saberse tocada por la gracia. Nunca sabremos el porqué de la flecha que la MG nos disparó. Acaso los hados del destino decidieron que éramos los elegidos. Cuando la duda nos asalte, un grito sazonado con dos partes de agradecimiento y trescientas de perplejidad sería una buena salida. Gritar al universo para que cualquier cuerpo astral, incluido cualquier vecino o camarada, sepa de este sinvivir que nos acecha.
¿Gritar? La Miastenia tiene soluciones para todo. ¿Nos permite el arrobo emitir pensamientos centrados, palabras sensatas, locuciones inteligibles? Generalmente no. Ante esa situación de ebullición, de vernos cara a cara con la amada, nuestra garganta tiembla y solo vomita expresiones a veces sin sentido o que pocos entenderían.
Hemos llegado a la disartria. Otro presente miasténico que se preocupa de hacernos hablar con cierta dificultad, de arrastrar las palabras, de barnizar nuestro discurso con un toque gangoso y perdido tan propio del amor adolescente; ese que nos hacía palidecer al hilo de la primera hormona galopante.
La garganta se transforma en una cueva informe que necesita una palabra mágica (en forma de gragea) para funcionar, como aquel antro de Alí Babá que pobló nuestra infancia.
Los ojos, la mirada, la voz, el cuerpo entero titilan emocionados cuando la Miastenia llama a su puerta. Algo fluye –o deja de fluir- si pasamos a formar parte de la esforzada legión de los miasténicos. Sí, es emoción lo que hace que nuestro sistema respiratorio se descuadre, que nuestros pulmones no sepan bien cómo se recibe el aire y se transmite después.
En un paréntesis de este estresante panorama al que nos enfrentamos podemos pararnos y pensar. Hay muchas definiciones médicas para estas enfermedades, raras por más señas; hay datos, estudios e investigaciones sobre la Miastenia Gravis pero, en realidad, se nos ha escapado el más importante: Nos produce los mismos síntomas que un ataque agudo de enamoramiento.  Hace unos días, el agudo diagnóstico de Pepe Vica en estas mismas páginas denominaba a la Miastenia Gravis como “la enfermedad de la crisis”. Me permito corregir al maestro con toda la humildad que la euforia miasténica me permite y afirmo que esa amiga que nos acompaña, esa rara afección que nos recluta para sus huestes, la Miastenia Gravis, es “LA ENFERMEDAD DEL AMOR”.
Ahora que estamos empezando 2013, Año internacional de las enfermedades raras, sería un buen momento para reivindicar esa otra faceta desconocida de nuestra compañera. En el fondo nos ama. No va a haber más remedio que quererla también y amarla hasta que el adiós definitivo nos separe. Esta es una de las pocas enfermedades que empiezan por un posesivo. Dicen que el amor no debe serlo, pero…



 

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