lunes, 24 de enero de 2011

Raras batallas de cuento.

Jo, Papá, si a ti te daba una enfermedad, tenía que ser una enfermedad rara.
Jocosa afirmación, real como la vida misma, proferida por mi hija en un ataque de sincera muestra de cariño…
Lo raro llama a lo raro, está claro. ¿Podía haber caído en manos de cualquier virus malandrín de los que pululan por el mundanal ruido? ¡Qué va, oiga!.
Si aquí se enferma, que sea por todo lo alto. (O lo bajo, si pensamos en el ojo maldito de las narices. Si, a ellas se acerca con peligrosa melosidad cada dos por tres).
Se reparten las cartas de las dolencias y te cae el As Cansado. O la Dama del Guiño. Tal para cual.  Eso si, te comentan que no te quejes, que podría ser peor. Ya. Es cierto. Un tumor galopante podría acabar con tus rarezas en un abrir y cerrar de ojos. (Ya estamos otra vez jorobando con el ojo… si es que no puede ser).



Pues nada, con la miastenia entre las manos ya puedes jugar la partida. Si ella te deja. (Si se pone farruca ni de levantar las cartas eres capaz, pero mientras se lanza a ocupar tus cuarteles de invierno, los de verano y cualesquiera otras residencias en que guardes músculos y células útiles, puedes aprovechar para saltar un poquito sobre ella.
¿Y cómo se hace eso? Con pastillitas, como siempre.
Dicen que la miastenia engaña a tus nervios. Les dice a tus anticuerpos la misma orden que los dueños de esos perros asesinos que se lanzan a dentelladas contra ti en cuanto que asomas la cabeza. ¡A por él!  Y los pobrecillos, engañados, timados, absorbidos por su fuerza miasténico-magnética se abalanzan sobre las terminaciones nerviosas y les muerden con regocijo.
Cuenta la leyenda que la primera en caer fue la que sujeta con primoroso apaño el párpado que cierra tu mirada. Y vaya que la cierra. Sí señor.


Algo me dijeron sobre  su nombre que, como el de una dulce princesa secuestrada, es ACETILCOLINA.  La pobrecilla lucha por sobrevivir a la dolorosa mordedura pero no puede. Sus deditos finos, blancos y delicados ven como el párpado se escapa hacia el abismo. Ella llora, intenta resistir, pero la furia miasténica de los anticuerpos se lo impide.
En ese momento, a cámara lenta, como recién salido de los cuentos de hadas, aparece el príncipe MESTINÓN. Él será su salvador. Ella lo mira con arrobo, él se deshace como el soufflé que abandona el horno vivificador. Sus cuerpos se acercan, se rozan, se funden en un abrazo de calor que hace surgir enhiesto al malhadado párpado que sueña ya con nuevos lances.


Semejante esfuerzo no es baladí y la terrible batalla del príncipe MESTINÓN contra la FURIA MIASTÉNICA por salvar a la dama ACETILCOLINA te produce, como es lógico, ciertos desarreglos muy relacionados con lo que está pasando en tu interior:
La sudoración aumenta como en un pre-orgasmo feroz e indescriptible, se te remueven las entrañas  -léase intestinos- y todo tú pareces ser un soldado más de la trinchera. Quieres que venza el bueno, y así sucede, pero su victoria es fugaz.
Y así, cada tres o cuatro horas la princesa vuelve a estar prisionera y el príncipe ha de regresar al combate. Una y otra vez. Cada día. Cada semana. Cada año del resto de tu vida. Esto es como una mili larga, larguísima, comenzada en el paso de las Termópilas y que no cesa ni con Star Treck  donde nadie ha llegado jamás.
Quizá aquellos que definían la eternidad con el símil del pájaro que rozaba con su pico la montaña de metal deberían terciar su explicación y aclarar que también es eterna la lucha contra la rata miasténica que te cosquillea sin piedad.
Se dice, se cuenta, se sospecha que existen armas secretas que consiguen con el tiempo dejar libre para siempre a la princesa y condenar al más cruel de los ostracismos a la malvada prota de la historia, pero esa es otra historia que contaremos otro día.
Ahora toca otra dosis de batalla. Mestinón se prepara a luchar de nuevo. Sálvame, príncipe.

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